I. PALABRAS PRELIMINARES


Muchos de quienes tuvimos la oportunidad de participar del DIPLOMADO EN COMPETENCIAS GENÉRICAS PARA LA EDUCACIÓN, a cargo de Rafael Echeverría, Alicia Pizarro y su Equipo de coaches, compartimos una alta valoración de este programa. En lo personal, desde hace un tiempo he estado releyendo algunos capítulos de la Ontología del Lenguaje, repasando la recopilación de Escritos sobre Aprendizaje y recientemente realizando la lectura del libro Por la Senda del Pensar Ontológico[1] , que gentilmente me ha facilitado mi Colega Director Juan Rojas, a quien agradezco su buena voluntad. De esta obra quiero compartir algunas ideas del autor que me parecen muy poderosas e intentar relacionarlas con el Ámbito Educativo.


El propósito planteado en las líneas precedentes, requiere, antes de empezar a concretarse, de algunas observaciones de no menor importancia.


La primera es una suerte de advertencia. No he terminado de leer el libro, razón por la cual mi presentación puede verse afectada por la falta de una visión de la totalidad. Sin embargo, es un riesgo que tendré que correr. En lo positivo, tendré, no obstante, la oportunidad de rectificar y de volver con otra mirada a lo ya presentado. Mi exposición tiene, por tanto, un carácter provisorio.


La segunda es una aclaración. La expresión “intentar relacionarlas con el Ámbito Educativo”, puede llamar a confusión y vincular débilmente el modelo de la Ontología del Lenguaje con la educación. Al contrario, en varias de sus obras, conversaciones y exposiciones Echeverría se refiere al aprendizaje, distinción esencial en educación. Por su parte, el Modelo OSAR [2] es una herramienta cuyos momentos hacen referencia y pueden ser aplicados a la totalidad del fenómeno educativo. Además, el diplomado del cual participamos fue diseñado especialmente para personas directamente relacionadas con este ámbito. En consecuencia, podemos afirmar que la temática educativa es fundamental en la propuesta de Echeverría.


Conviene, sí, manifestar que para lograr el objetivo planteado al final del primer párrafo, en consonancia con el pensar ontológico, haré referencia a experiencias bastante concretas y cercanas como profesor y actualmente como director, y vivencias relatadas por otros.


II. LA FILOSOFÍA COMO PENSAMIENTO GENÉRICO


- El pensar ontológico, objeto de exploración de este libro, es una modalidad del pensar filosófico” (p. 11). Por esta razón es necesario caracterizar, primero, la reflexión filosófica.


No está de más recordar que luego de su formación como sociólogo, Echeverría estudia filosofía en la Universidad de Londres y que una de sus primeras obras es, precisamente, El Búho de Minerva: Introducción a la Filosofía Moderna.


Para Echeverría la filosofía es un una actividad que se sostiene en una operación de pensamiento que todos realizamos de manera incipiente. “Todo ser humano reflexiona sobre sus experiencias, sobre su práctica, sobre lo que le sucede en la vida” (p. 12). Este es un primer nivel donde nos referimos a situaciones particulares muy concretas. Por ejemplo, cuando reflexionamos sobre la falta de honestidad de una determinada persona o cuando pensamos sobre la actitud y conducta respetuosa de un estudiante hacia sus pares y profesores.


Avanzando en la senda del pensar, y prescindiendo de las circunstancias y personas concretas, nos podemos ubicar en un segundo nivel al reflexionar sobre el sentido y el valor de la honestidad y el respeto en general. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco nos ofrece varios casos de esta elevación de lo particular a lo general, como cuando se pregunta por la esencia de la felicidad humana. Para algunos, dice, la felicidad radica en las riquezas, en el éxito; para otros, en el poder, en el placer. Es decir habría muchas felicidades. Pero, ¿cuál es la felicidad verdadera y propia del ser humano?, independientemente de lo que cada individuo considere como tal.


En el paso de un nivel de reflexión a otro conviene considerar tres elementos:


“Reconocer que de no existir el primer nivel de reflexión no es posible concebir el segundo” (p. 13). Pienso que el uso del verbo reconocer hace explícita una de las claves más importantes de la propuesta de Echeverría, que nos ubica a la vez en un momento anterior y posterior a lo puramente cognitivo: el pensar nace de la vida y debe estar a su servicio para mejorarla, de manera individual y colectiva. La valoración de este primer nivel implica, por tanto, un reconocimiento ético. Al respecto recordemos un pasaje de la obra fundacional de la iniciativa del autor.


“La inquietud principal de Ontología del Lenguaje se sitúa en el ámbito de la ética. Se trata, en rigor, de un libro sobre la ética de la convivencia humana. Con ello apuntamos en dos direcciones diferentes. En primer lugar, ello nos remite a la gran temática del sentido de la vida, la que consideramos el desafío fundamental de nuestro tiempo. En segundo lugar, nos dirige hacia los problemas que guardan relación con la construcción de nuevas modalidades de convivencia en un mundo globalizado, que nos impide una mirada al Otro muy distinta de aquella a la que estábamos acostumbrados”[3].


El segundo nivel de reflexión suele plantearse en términos de proposiciones de identidad del tipo ¿Qué es el amor?, ¿Qué es la muerte” (p. 13). Las respuestas adquieren la forma de “el amor es…” o “la muerte es…” , caracterizadas por el uso copulativo del verbo ser para unir sujeto y predicado. En la nota de la página 14, Echeverría nos advierte de la trampa que nos ponen las proposiciones de identidad, trampa que nace de dos posibles interpretaciones del uso del verbo ser. Preguntas como ¿qué es el amor? pueden generar dos respuestas. Una ligada al significado del amor basado en experiencias concretas; otra referida a descubrir el ser del amor en general, noción a la que llega el pensamiento con la finalidad de comprender en su unidad estas experiencias. La dificultad surge cuando supeditamos el significado del amor a este ser del amor, olvidándonos de las experiencias personales en las cuales se ha originado. Esto constituye una trampa en la quedó atrapada la corriente metafísica del pensamiento filosófico, y que con el tiempo ha ido conformando nuestro sentido común. Sobre este punto insistiré posteriormente, pues este sentido común derivado del programa metafísico, está muy instalado en nuestra forma de entender el fenómeno educativo y en muchas distinciones y procesos que encontramos en él.


“Lo que define ese tránsito es una particular operación que se encuentra en el corazón del pensar filosófico: el tránsito de la diversidad o de la multiplicidad a la unidad” (p.14). En la vida, el respeto lo manifiesto de múltiples maneras: en las palabras, en los gestos, en las actitudes. El respeto lo expreso de modos diferentes dependiendo del tipo de relación que tengo con otros y de sus características específicas. Por ejemplo, el respeto del profesor hacia sus alumnos y de éstos hacia él, adquiere maneras diversas. Estamos aquí en el primer nivel de reflexión. En su segundo momento, el pensar busca la unidad de estas diferentes experiencias del respeto, integrándolas en la mismidad de un solo fenómeno: el respeto[4].


En lo personal, considero que nuestra concepción tradicional de entender el respeto está en crisis y debemos estar a la altura para salir fortalecidos de ella. Soy parte de una generación, como las anteriores a la mía, que creció bajo la consigna “debes respetar a tus mayores”, lo que no niego. Sin embargo, pienso que este imperativo devino casi absoluto, unilateral en términos de Jean Piaget. A pesar del tiempo transcurrido y los cambios sociales, todavía nos encontramos dentro de la onda expansiva de esta concepción. Me pregunto, ¿qué pasa con el respeto que los mayores debemos a los menores, en particular a los niños y jóvenes? Parte de esta onda expansiva está aún presente en nuestras culturas escolares. Se materializa y sostiene de varias formas que describiré más adelante.



[1] Rafael Echeverría, Por la Senda del Pensar Ontológico, J.C. Sáez Editor, Santiago 2007.

[2] Observador, Sistema, Aprendizaje, Resultados.

Ver Rafael Echeverría, Escritos Sobre Aprendizaje: Recopilación, J.C. Sáez Editor, Santiago 2009, capítulo I: Los condicionantes de la acción humana: el modelo OSAR.

[3] Rafael Echeverría, Ontología del Lenguaje, J.C. Sáez Editor, Santiago, 2005, Prólogo, 16-17.

[4] Al respecto ver Ontología del Lenguaje, capítulo IV: Hacia una ética fundada en el respeto, 135 y 136.

El componente curricular de la Reforma Educacional, explicita los Objetivos Fundamentales Transversales. Éstos centran la atención en la formación integral del estudiante, y entregan, por una parte, la responsabilidad a cada uno de los subsectores de aprendizaje para que se transformen en instancias en que el profesor, a través de su área, pueda desarrollar actitudes y valores con la intencionalidad de formar un individuo con sentido de futuro. Por otro lado, la unidad educativa en su conjunto, con la dirección del equipo de gestión debe considerar la presencia e implementación de acciones concretas a nivel institucional para que la vivencia y realización de los valores sean parte de la cotidianidad de la escuela y de su capital simbólico. Así, por ejemplo, en todos los Proyectos Educativos Institucionales observamos la presencia de una diversidad de valores, especialmente en la declaración de la Misión y la Visión. Pero como ya planteamos más arriba, “el gran desafío es cómo operacionalizar los objetivos y mostrar testimonios de la presencia de los valores como hechos que humanizan y dignifican a las personas en los distintos tiempos, de tal forma que los estudiantes sientan la seducción a la adhesión de los valores y los consideren, como aquellas luces que iluminan los caminos que deberán recorrer en los distintos tiempos de sus vidas”. (MARÍN: 1999).
En materia de planificación e implementación curricular los Contenidos Mínimos Obligatorios (CMO) distinguen entre conocimientos, habilidades y actitudes, entendiendo por éstas últimas aquellas “disposiciones hacia objetos, ideas o personas, con componentes afectivos, cognitivos y valorativos, que inclinan a las personas a determinados tipos de acción”. (MINEDUC: 1998).
Los valores son intangibles, no son cosas ni situaciones concretas, en un sentido empírico, sino cualidades de las mismas. Como hemos dicho, los Proyectos Educativos Institucionales proponen una cantidad de valores, especialmente en el ámbito del desarrollo moral, valores que son al mismo tiempo fundamentos e ideales que dan sentido y orientan todo el quehacer institucional. Ahora bien, “las actitudes se sitúan entre los valores y las conductas, constituyendo la mediación vivida entre los primeros y las segundas. Se derivan necesariamente de los valores y orientan efectivamente la conducta, comunicándole dirección, sentido, tensión y fuerza”. (NORO: 2004). Es precisamente este ámbito de las actitudes el susceptible de una acción pedagógica tanto dentro como fuera del aula.
De acuerdo a lo anterior, es posible afirmar que el proceso de valoración es consustancial al ser humano, como lo es su racionalidad. Se trata, entonces, de una categoría antropológica. Por esta vía sostenemos que ninguna concepción de la educación y del proceso educativo puede prescindir de un fundamento axiológico. A su vez, los valores constituyen un elemento teleológico, pues su carácter de idealidad los convierte en fines de la educación. Así lo plantea, por ejemplo, el Informe Delors al afirmar que “frente a los numerosos desafíos del porvenir, la educación constituye un instrumento indispensable para que la humanidad pueda progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social”. (DELORS: 1996). La educación se convierte, por tanto, en un medio tremendamente valioso, pero no en el sentido en que se aprecia un simple instrumento, cuyo valor se encuentra siempre fuera de sí, sino como el medio fundamental que hace posible que el ser humano pueda realizarse como persona en un sentido individual y social.
En la actualidad, los valores son estudiados por la Axiología, disciplina filosófica que se encarga de explicar su naturaleza y principales características. En ella, las nociones griegas de virtud y bien se recogen, especialmente, en los valores morales, que a su vez forman parte de una escala jerárquica en la cual tienen presencia los valores vitales, utilitarios, estéticos, intelectuales y religiosos.

Entrar en los problemas filosóficos que implican los valores, nos llevaría por derroteros metafísicos y epistemológicos que escapan al objetivo fundamental de nuestra exposición. Sin embargo, no podemos prescindir de una breve aproximación fenomenológica al respecto, debido a que la incorporación explícita e intencionada de los valores en el currículum escolar demuestra el reconocimiento de la relevancia que tiene la dimensión estimativa en el desarrollo personal y colectivo.

La fenomenología ocupa un lugar protagónico en la fundamentación y desarrollo de las ciencias humanas, algunas de la cuales son, a su vez, consideradas en los fundamentos de la educación y en la Pedagogía. En síntesis, podemos decir que el movimiento fenomenológico fundado por Edmund Husserl y continuado por muchos de sus discípulos y seguidores (Martín Heidegger, Max Scheler, Edith Stein, Maurice Merleau Ponty) es al mismo tiempo una filosofía y un método, cuyo objetivo es superar la consideración de las ciencias naturales como paradigma de las ciencias humanas, teniendo como consigna volver a las cosas mismas, en el sentido de describir nuestra experiencia pre-reflexiva del mundo, antes de cualquier tesis o teoría. Es la recuperación de la cotidianidad, de “este mundo antes del conocimiento del que el conocimiento habla siempre, y respecto del cual toda determinación científica es abstracta, signitiva y dependiente, como la geografía respecto del paisaje en el que aprendimos por primera vez qué era un bosque, un río o una pradera”.(MERLEAU-PONTY: 1985). Es el suelo nutricio de la experiencia vivida, antes que pensada; el mundo que vivenciamos a diario, en el cual la atribución y experiencia del valor es uno de sus momentos esenciales. Por ejemplo, un niño antes de ingresar al sistema educativo ha aprendido a valorar ciertas cosas, pudiendo decir que algo es bueno o malo, lindo o feo; es decir, ya es capaz de asignar valores, incluso de vivirlos y realizarlos. Esta experiencia debe ser ampliada y enriquecida por la escuela. HISTORIA.

Además de ser, las cosas y las acciones humanas valen. Quien realiza esta estimación y emite el correspondiente juicio de valor somos nosotros, proceso que implica nuestra no-indiferencia frente a la realidad. Junto con darnos cuenta de que las cosas existen y los acontecimientos ocurren, a través de la dimensión cognitiva de la conciencia, podemos pronunciarnos sobre su valor, mediante la dimensión estimativa de la misma. Al respecto, se hace necesario destacar que constatación y valoración son actos intencionales complementarios y en muchos casos inseparables, por lo que es posible afirmar que “como base de la atribución de valor se reconoce una consciencia constativa que da cuenta de los caracteres, estado y situación de las cosas juzgadas. Es el primer elemento cognoscitivo –a la vez perceptivo, imaginativo, mnemónico y conceptual- que hay que mencionar al describir la vivencia que nos ocupa”. (SALAZAR BONDY: 1971).

Determinar que los objetos naturales, culturales y las acciones humanas son dignos de estimación conlleva un elemento cognitivo. Pero el conocer que algo es bueno o malo no implica necesariamente aceptarlo o rechazarlo. Es aquí donde aparece la afectividad. Las emociones son elementos afectivos que se presentan en la mayoría de nuestras valoraciones. En ellas se cumple una tendencia o inclinación concreta, que rompe nuestro equilibrio homeostático, siendo normalmente acompañadas por expresiones corporales diversas. Sin embargo, no debemos identificar la experiencia del valor con ellas, pues un estado emocional nos puede llevar a rechazar un valor y aceptar su contrario. Además, ciertos estados emocionales pueden ser objeto de juicios valorativos, al decir, por ejemplo, que la alegría y el amor son buenos, o la ira y el odio son malos. Esto último también lo podemos plantear con respecto a los contenidos conceptuales; por ejemplo, cuando un profesor no logra transmitir el valor que tiene un determinado contenido curricular del ámbito cognitivo, puede provocar actitudes de rechazo o indiferencia, haciendo que los estudiantes no lo valoren, por más que el docente anuncie que el contenido es muy importante.

Ya Max Scheler nos hablaba de una intuición emocional de los valores. Hoy hablamos de inteligencia y de educación emocional, reconociendo la gran importancia que tiene la afectividad en el desarrollo psicológico, social, moral e intelectual. En esta dirección “las investigaciones recientes sobre el cerebro emocional han confirmado las relaciones entre las emociones y las habilidades cognitivas generales del alumno, algo que, por otra parte, los maestros ya constataban en su acción pedagógica. La competencia emocional incluye el autocontrol, la compasión, la capacidad de resolver conflictos, la sensibilidad hacia los otros y la cooperación”. (MARCHESI: 2006).
Dentro del pensamiento filosófico occidental, la temática de los valores aparece ya en la Grecia Clásica, principalmente en Sócrates, Platón y Aristóteles, quienes reflexionan sobre las ideas de virtud y bien. En contraposición a los sofistas, Sócrates plantea que la virtud puede ser conocida objetivamente, tesis que su principal discípulo profundiza y lleva a la práctica en la Academia, institución que además de cultivar los saberes esenciales, tenía un claro propósito político-social: preparar a los futuros participantes en los asuntos de la polis, asumiendo como inspiración fundamental el ideal del sabio; es decir, aquel ser humano que reúne e integra armónicamente la teoría y la práctica en su vida pública y privada, cuyo modelo Platón encuentra realizado en su maestro. Aristóteles sigue esta senda, llegando a exponer magistralmente la inseparable unión entre política y ética en varias de sus obras. En una de ellas nos dice que “en política no es posible cosa alguna sin estar dotados de ciertas cualidades; quiero decir, sin ser hombre de bien. Pero ser hombre de bien equivale a tener virtudes; y, por tanto, si en política se quiere hacer algo, es preciso ser moralmente virtuoso”. (GRAN MORAL: L1, 1a)

De acuerdo a lo anterior, según la filosofía política clásica, fundada por los referidos filósofos, hay una relación intrínseca, esencial entre política y ética, en la que se destacan virtudes como la prudencia, la justicia, la honestidad y la templaza.

En términos griegos, la educación es una de las actividades más relevantes de la polis, por lo cual podemos inferir que su relación con la virtud y el bien, este último como perfección y como fin, es también íntima y profunda. Esta proximidad es evidente en el ámbito de los fundamentos, de los fines, de las políticas educativas y de los Objetivos Fundamentales Transversales, incluidos en los últimos Marcos Curriculares de Pre-Básica, Básica y Media, pero se hace compleja y difusa en los niveles más operativos de la gestión escolar y del trabajo en el aula.
Es posible considerar que el lenguaje, en sus diversas manifestaciones, es una realidad transversal, pues está presente en la mayoría de las actividades humanas. Ya sea de manera hablada, escrita, gestual o simbólica; en su forma cotidiana, literaria, técnica o científica, el lenguaje nos rodea, nos envuelve y configura un mundo de significaciones que se inicia en nosotros, pero que una vez constituido nos sobrepasa como si asumiera un ser propio e independiente. Expresiones como “no lo quise decir”, “se me escapó”, “se me salió”, “fue una traición del lenguaje”, entre otras, ponen en evidencia este singular ser del lenguaje.

Como una facultad humana general, el lenguaje y el proceso comunicativo en el cual se concreta, conforman naturalmente un ámbito de sentido, un repertorio abierto de posibilidades de las cuales nos podemos valer para emitir diversos mensajes, bajo una intención comunicativa predominante. No existe la no-comunicación, pues siempre estamos comunicando algo, incluso en el más absoluto silencio. Pero existe la no-información, como cuando decimos que no estamos al tanto sobre tal acontecimiento. La información es algo así como la comunicación convertida en artículo de mercado, en entidad económica. En la comunicación prevalece un vínculo interhumano; en la información predomina el aspecto utilitario. Incluso la información puede ser comprada o vendida.

El quehacer educativo es, precisamente, un ámbito comunicacional, un proceso interhumano donde el conocimiento, las destrezas, las habilidades y la información son transferidas mediante actos de lenguaje.

Sea cual sea la disciplina que se esté compartiendo*, ella siempre implicará un determinado lenguaje, con su propio vocabulario técnico. Sin embargo, el proceso enseñanza-aprendizaje se realiza sobre la base de una lengua común, con sus diversos factores y funciones. Es por esto que considero, desde mi sencilla opinión, que todo docente debe contar con las nociones básicas que le permitan conocer y dimensionar la realidad del lenguaje, que está a la base de su práctica pedagógica específica y de las relaciones humanas que ella implica.
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* De acuerdo al enfoque sico-social del aprendizaje y a mi visión del proceso E-A como un ámbito comunicacional que se fundamenta en una relación interhumana, prefiero el término compartir en lugar de impartir.

El verdadero sentido de la filosofía se descubre filosofando, aunque a veces no nos demos cuenta. Pero el filosofar requiere de ciertas condiciones que es necesario crear o más bien recrear.
El asombro, la duda, la situación difícil y el dilema moral son experiencias que todos los seres humanos vivimos de alguna u otra manera, con mayor o menor intensidad. Estas situaciones se presentan tarde o temprano en nuestra existencia, independiente del momento o del lugar. Ciertamente, pueden ocurrir en la casa, en una fiesta, en el trabajo, en una conversación, en el colegio, ante la belleza del paisaje o ante el nacimiento de una nueva vida. ¡Qué admirable prodigio es el nacimiento de la vida! ¡Qué admirable es el acto justo! ¡Qué admirable es la generosidad!

Pues bien, de acuerdo a lo anterior los invito a asombrarse, a dudar, a criticar, a evaluar su propia conducta, pero no para quedar atrapados en estas acciones, sino para ir elaborando poco a poco un proyecto de vida en el que los ideales y valores más nobles tengan un lugar primordial.

La situación personal de cada cual puede ser extremadamente difícil para lograr lo anterior o también puede ser que contemos con todo, pero que no nos percatemos o no le saquemos el debido provecho. En ambos casos, es necesario decir que el establecer y realizar una vida propiamente humana en un mundo como el nuestro, no es una tarea fácil. Las prioridades están puesta muchas veces en lograr un bienestar material, muy legítimo, por cierto, pero que al final no da respuestas a la inquietudes y necesidades más profundas del ser humano. En estos momentos recuerdo a Aristóteles cuando se pregunta por la esencia de la felicidad humana. Para algunos, dice, la felicidad radica en las riquezas, en el éxito; para otros, en el poder, en el placer. Es decir habría muchas felicidades. Pero, ¿cuál es la felicidad verdadera y propia del ser humano? Importante pregunta; quizás tú tengas una respuesta, o no. Sin embargo, si queremos ser felices, alguna idea deberemos tener de la felicidad, ¿no te parece?

Las respuestas filosóficas siempre se dan dentro de los límites de la razón, aunque debemos reconocer, desde ya, que los motivos de las preguntas nacen de la totalidad del ser humano y muy especialmente de su afectividad, de su intuición, de sus sentimientos y emociones.

En principio, entonces, la puerta de la filosofía está abierta a todo ser humano. Las llaves están precisamente en aquellas condiciones que hemos mencionado. Pero el filosofar requiere, además, ser expresado, ser comunicado, lo que se logra mediante un adecuado uso del lenguaje, ya sea en forma de descripción, argumentación, narración o diálogo. Esto es lo que han hecho los filósofos, por lo cual sus pensamientos se encuentran en una forma escrita (a excepción de Sócrates) que es necesario descifrar o entender.